LA SOLEDAD DE LA VEJEZ
Hace
poco más de dos años filmé al Sr. Armenio. Vivía en un
cuarto de pensión frente a la estación
del tren de Porto. Vivía solo.
Él vivía una vida rutinaria que le
permitía pasar el tiempo. Vivía una vida donde un día
sucedía al otro.
El Sr. Armenio esperaba lentamente, que su tiempo
terminase. Temía más a la vida que la misma muerte. Temía a la angustia,
al aislamiento, el abandono, al desprecio. El Sr. Armenio se sentía perdido. Se sentía perdido todos
los días. No podía soportar el
recuerdo de días felices, los
días en que una mano le
acariciaba el pelo, en que su madre lo cogió en sus brazos o cuando su padre le dio un beso. Habían pasado tantos años desde que había muerto. Pero era aún fresco su recuerdo en su mente.
El Sr Armenio tenía una vida de recuerdos del pasado, carecía de vida en el
presente. El Sr. Armenio no podía
vislumbrar el
futuro. Las cuatro paredes, donde cabían una cama, un pequeño armario y un lavabo, amortiguaban para no escuchar el silencio de los días y el sonido de la soledad
que invadía su cabeza. Le pidió al Señor
que se lo llevase, que le quite los dolores físicos de la edad. Sin embargo, lo que más le pedía era que le ayude a salir de
la soledad y el aislamiento al que
había sido vetado por los amigos que no
tenía, por la familia había perdido. Todos los días pedía la muerte.
ANONIMO
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